Como en muchas ocasiones, en esto de la corrupción, y solo respecto a la corrupción política, no a la económica y/o empresarial, hay quien confunde interesadamente la causa con el efecto. Hoy, los más de los escribidores, tras interesados análisis de los orígenes y causas de la corrupción, dicen que hay que cambiar el sistema, y terminan achacando a la desafección ciudadana de la política el origen de la corrupción política, en clara demostración de que para ellos esta maloliente corrupción política es el efecto indeseado de una causa generada por una ciudadanía abulica, no formada en democracia, distanciada de la política y proclive a las trampas y chalaneos.
Es con esos análisis y sus premisas convertidas en conclusiones, como se evidencian los que tienen como adversario a un sistema democrático, en efecto degenerado, pero al que no tratan de reconstituir, sino de sustituirlo por otro más en consonancia con las tesis seculares de la derecha española de siempre.
No cabe confundir a esos profetas de supuestas democracias sin macula con quienes venimos denunciando lo que no funciona o funciona de forma anómala en este sistema y propugnamos la recuperación efectiva de los valores y formas que a la democracia identifican.
No son los ciudadanos los que con su distanciamiento facilitan la implantación y la extensión de la corrupción, son los partidos políticos y aquellos otros estamentos que se denominan representativos de la sociedad civil, los que han conducido a la democracia al infecto fango en el que sus conveniencias gremiales la han sumergido, sean aquellas apetencias políticas, económicas y/o profesionales, o lo que cada vez es mas frecuente la mezcolanza de todas ellas, ya que tras renunciar a sus legitimas identidades, tras renunciar a sus obligaciones y a los valores que históricamente defendían cada uno de ellos, partidos y sindicatos, han convenido en coincidir en que lo primordial es la defensa de sus cada vez más coincidentes y recíprocos intereses corporativos con los del capitalismo nacional.
Los actuales partidos políticos, o mas concretamente, sus cúpulas dirigentes y sus soportes partidarios, aposentados todos en los dineros públicos de las diversas administraciones, han arrojado por la borda sus obligaciones para con los ciudadanos y han estibado en su particular barco toneladas de intereses particulares y de grupo.
En similar singladura los sindicatos han devenido en empresas comerciales que trocan parte de los derechos de sus “no representados” trabajadores, -véase la bajísima proporción de trabajadores sindicados-, por los ingresos de dinero publico que aseguran a las cúspides sindicales su placida y confortable vida. Es tan evidente y extendida esta práctica que solo los beneficiarios de tal estrategia se atreven a negar el sectarismo sindical que en España se practica.
Solo en las grandes empresas y en la administración publica la acción de los sindicatos aparenta mantener alguna añeja identidad, por el contrario, en las medianas y pequeñas empresas, allá donde haya un trabajador eventual, allá donde el empleo sea casi otra forma de esclavismo, allá donde la sindicación laboral no conlleve liberados o presupuesto alguno para formación, en esos lugares el respeto al ejercicio de los derechos de los trabajadores es una excepción casi milagrosa.
La tercera pata de banco de la corrupción política, sindical y económica de la que disfrutamos es la aportada por los que se dicen sostenedores del sistema de generación de trabajo y riqueza de este país, los llamados empresarios de la CEOE.
No es necesario recordar que la estructura empresarial en España está mayoritariamente formada por pequeñas y medianas empresas, -las que crean empleo y riqueza y las que pagan impuestos-, para afirmar que son los grandes intereses financieros los que auténticamente están representados en esa organización, y precisamente por uno de sus mas impresentables “emprendedores”, Díaz Ferran.
Cuando la banca y las grandes empresas consienten en que tal bucanero les represente, -aquel que con sus empresas en quiebra o dependiente de los dineros públicos mantiene deudas con el sistema de protección social-, es que deliberadamente nos están mandando el mensaje de que ni las apariencias se sienten obligados a guardar y que van a cuchillo contra todo lo que ellos califiquen como obstáculo a sus pretensiones políticas, sociales y económicas, ya que han comprobado en su cartera la renuncia y la traición de aquellos a los que el sistema democrático primigenio habilitó para poner coto a apetencias e intereses desaforados o antisociales, los políticos, los cuales se han vendido a sus migajas junto a los otros “representantes” de los que configuran la inmensa mayoría social de cualquier nación, los trabajadores.
Es de esta resultante, la definida por la desaparición efectiva de las identidades y de la independencia de los que actúan en el campo de la política y en el campo sindical, y la consiguiente apropiación que de ellos ha efectuado el poder del dinero, de la que la ciudadanía comenzó hace muchos años a descreerse y a distanciarse, tanto de los clérigos como de la liturgia de esta “cleptocracia”.
Si a la anterior degeneración del sistema se suma, y así ha de hacerse, el “ejemplo” que los próceres políticos, sindicales y empresariales imparten todos los días, es efecto imposible de evitar que la desafección y el rechazo a ese sistema crezcan.
Lo peligroso es que en determinadas áreas de analfabetismo cívico se aplauda y respalde al corrupto y al ladrón, tan peligroso como que en otras latitudes partidarias y sindicales se acepten los disfraces, las denominaciones identitarias que no corresponden con los hechos practicados, y que unos y otros caigan en las redes de los que muy interesadamente aparentan rechazar la corrupción, volcando en esa apariencia tanta moralina como esfuerzo subterráneo aportan para avanzar en la destrucción definitiva del sistema democrático. Y esto es lo que hay que evitar, la descalificación del sistema. Tanta corrupción es la que malversa y/o se apropia del dinero público, como la que engaña a la ciudadanía bajo disfraces que por sus hechos no corresponden a quienes protagonizan la farsa política, sindical y económica.
Por eso, es imprescindible propugnar la descalificación de los que corrompen la democracia y la inmediata regeneración de lo corrompido.
La democracia española tiene la obligación y la necesidad de regenerarse y para ello solo cabe actuar contra los que la están corrompiendo, y la única formula que lo conseguirá es con la recuperación del valor ciudadano, el que no hace tanto tiempo exigía ética y verdad.
Es con esos análisis y sus premisas convertidas en conclusiones, como se evidencian los que tienen como adversario a un sistema democrático, en efecto degenerado, pero al que no tratan de reconstituir, sino de sustituirlo por otro más en consonancia con las tesis seculares de la derecha española de siempre.
No cabe confundir a esos profetas de supuestas democracias sin macula con quienes venimos denunciando lo que no funciona o funciona de forma anómala en este sistema y propugnamos la recuperación efectiva de los valores y formas que a la democracia identifican.
No son los ciudadanos los que con su distanciamiento facilitan la implantación y la extensión de la corrupción, son los partidos políticos y aquellos otros estamentos que se denominan representativos de la sociedad civil, los que han conducido a la democracia al infecto fango en el que sus conveniencias gremiales la han sumergido, sean aquellas apetencias políticas, económicas y/o profesionales, o lo que cada vez es mas frecuente la mezcolanza de todas ellas, ya que tras renunciar a sus legitimas identidades, tras renunciar a sus obligaciones y a los valores que históricamente defendían cada uno de ellos, partidos y sindicatos, han convenido en coincidir en que lo primordial es la defensa de sus cada vez más coincidentes y recíprocos intereses corporativos con los del capitalismo nacional.
Los actuales partidos políticos, o mas concretamente, sus cúpulas dirigentes y sus soportes partidarios, aposentados todos en los dineros públicos de las diversas administraciones, han arrojado por la borda sus obligaciones para con los ciudadanos y han estibado en su particular barco toneladas de intereses particulares y de grupo.
En similar singladura los sindicatos han devenido en empresas comerciales que trocan parte de los derechos de sus “no representados” trabajadores, -véase la bajísima proporción de trabajadores sindicados-, por los ingresos de dinero publico que aseguran a las cúspides sindicales su placida y confortable vida. Es tan evidente y extendida esta práctica que solo los beneficiarios de tal estrategia se atreven a negar el sectarismo sindical que en España se practica.
Solo en las grandes empresas y en la administración publica la acción de los sindicatos aparenta mantener alguna añeja identidad, por el contrario, en las medianas y pequeñas empresas, allá donde haya un trabajador eventual, allá donde el empleo sea casi otra forma de esclavismo, allá donde la sindicación laboral no conlleve liberados o presupuesto alguno para formación, en esos lugares el respeto al ejercicio de los derechos de los trabajadores es una excepción casi milagrosa.
La tercera pata de banco de la corrupción política, sindical y económica de la que disfrutamos es la aportada por los que se dicen sostenedores del sistema de generación de trabajo y riqueza de este país, los llamados empresarios de la CEOE.
No es necesario recordar que la estructura empresarial en España está mayoritariamente formada por pequeñas y medianas empresas, -las que crean empleo y riqueza y las que pagan impuestos-, para afirmar que son los grandes intereses financieros los que auténticamente están representados en esa organización, y precisamente por uno de sus mas impresentables “emprendedores”, Díaz Ferran.
Cuando la banca y las grandes empresas consienten en que tal bucanero les represente, -aquel que con sus empresas en quiebra o dependiente de los dineros públicos mantiene deudas con el sistema de protección social-, es que deliberadamente nos están mandando el mensaje de que ni las apariencias se sienten obligados a guardar y que van a cuchillo contra todo lo que ellos califiquen como obstáculo a sus pretensiones políticas, sociales y económicas, ya que han comprobado en su cartera la renuncia y la traición de aquellos a los que el sistema democrático primigenio habilitó para poner coto a apetencias e intereses desaforados o antisociales, los políticos, los cuales se han vendido a sus migajas junto a los otros “representantes” de los que configuran la inmensa mayoría social de cualquier nación, los trabajadores.
Es de esta resultante, la definida por la desaparición efectiva de las identidades y de la independencia de los que actúan en el campo de la política y en el campo sindical, y la consiguiente apropiación que de ellos ha efectuado el poder del dinero, de la que la ciudadanía comenzó hace muchos años a descreerse y a distanciarse, tanto de los clérigos como de la liturgia de esta “cleptocracia”.
Si a la anterior degeneración del sistema se suma, y así ha de hacerse, el “ejemplo” que los próceres políticos, sindicales y empresariales imparten todos los días, es efecto imposible de evitar que la desafección y el rechazo a ese sistema crezcan.
Lo peligroso es que en determinadas áreas de analfabetismo cívico se aplauda y respalde al corrupto y al ladrón, tan peligroso como que en otras latitudes partidarias y sindicales se acepten los disfraces, las denominaciones identitarias que no corresponden con los hechos practicados, y que unos y otros caigan en las redes de los que muy interesadamente aparentan rechazar la corrupción, volcando en esa apariencia tanta moralina como esfuerzo subterráneo aportan para avanzar en la destrucción definitiva del sistema democrático. Y esto es lo que hay que evitar, la descalificación del sistema. Tanta corrupción es la que malversa y/o se apropia del dinero público, como la que engaña a la ciudadanía bajo disfraces que por sus hechos no corresponden a quienes protagonizan la farsa política, sindical y económica.
Por eso, es imprescindible propugnar la descalificación de los que corrompen la democracia y la inmediata regeneración de lo corrompido.
La democracia española tiene la obligación y la necesidad de regenerarse y para ello solo cabe actuar contra los que la están corrompiendo, y la única formula que lo conseguirá es con la recuperación del valor ciudadano, el que no hace tanto tiempo exigía ética y verdad.
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