El pasado día 24 publicó Carlos Sánchez en ”El Confidencial” un artículo que bajo el título de “Mas ética y democracia contra los abusos del poder y del mercado” trata lo que considero que son los cimientos de la corrupción política del sistema democrático, la transposición de los intereses colectivos por los intereses particulares o de grupo y la consiguiente justificación pública de tal degeneración.
“Los miembros de una sociedad en la que exista una sólida ética del trabajo tendrán más bienestar material que los de una sociedad en donde esa ética sea débil o no exista”. Así comienza un delicioso opúsculo publicado en 1995 por el Premio Nobel James M. Buchanan, en el que reflexiona sobre el papel de la ética en el progreso económico.
Buchanan, como se sabe, es el referente principal de la llamada teoría de la elección pública, que viene a ser una especie de viaje al interior de los factores que explican el funcionamiento del Estado. El economista estadounidense parte de una hipótesis para su trabajo. El funcionario público se comporta como un ser racional, y, por lógica, tenderá a sacar el máximo provecho de su cargo. Por lo tanto, hará todo lo que esté en su mano para ser reelegido, ya que está convencido de que su continuidad es la mejor garantía para el funcionamiento correcto de las cosas. Llegará, por lo tanto, al extremo de buscar primero el interés propio, y, en segundo lugar, el interés general, toda vez que éste dependerá de su propia reelección. Un caso práctico puede explicar mejor que nada esta teoría.
En la segunda mitad de 2007, antes de que la crisis de liquidez se desatara con una virulencia inusitada, la economía española dio los primeros síntomas claros de entrar en la fase descendente del ciclo económico. En particular, como consecuencia del enfriamiento del mercado inmobiliario, que durante los ocho años anteriores había sido el motor del crecimiento. Esa información era pública, y, por lo tanto, susceptible de ser interpretada en términos analíticos. Los gobernantes, sin embargo, optaron por callar esa verdad incómoda, y en su lugar hicieron ver a los ciudadanos que las cosas iban mejor de lo que sugerían los indicadores macroeconómicos adelantados. El incentivo que explica su comportamiento, en este caso, era ganar las elecciones, y eso puede explicar el error en el diagnóstico que se expuso a la opinión pública. Antepusieron, por lo tanto, su interés propio frente al interés general.
Imaginemos una situación parecida en un centro hospitalario. Un médico sabe que su paciente tiene cáncer, pero dentro del plan de productividad aparece una disposición que vincula su bonus anual al descenso en el número de cánceres diagnosticados, toda vez que eso demostraría que son eficaces los sistemas de prevención puestos en funcionamiento en el propio hospital.
El galeno, si se comporta racionalmente como un agente económico, tenderá a desdramatizar la enfermedad en los casos más inciertos, lo cual será una verdadera faena para el interesado, que estará de frente contra el cáncer cuando se observe el error. Claro está, salvo que la ética del galeno diga lo contrario. Entonces, el médico librará una batalla contra sus propios intereses, y si se mueve por criterios éticos eso le llevará a decir la verdad, aunque vaya contra su cuenta corriente.
Este esquema de pensamiento es inimaginable en el sistema político. El estímulo de la ética no aparece en el ordenamiento jurídico, probablemente porque por definición no puede estar tasada, y eso puede explicar mejor que nada determinados comportamientos de las élites políticas. La teoría de la elección pública niega que la autorregulación sea suficiente para evitar casos de abuso de poder, y de ahí que se proponga la articulación de mecanismos de fiscalización eficientes con mayor participación de los ciudadanos. En una palabra, mayor democracia. Pero también mayor ética en aras de lograr mayor progreso económico. La verdad ayuda a afrontar antes los problemas, por lo que las medicinas son más eficaces.
¿Alimenta nuestro sistema político esos dos principios? No parece que sea así. La actual crisis económica -no sólo en España- tiene mucho que ver con la ausencia de mecanismos de control, pero no sólo a través de los órganos reguladores. La experiencia más reciente ha demostrado, precisamente, que el incentivo del supervisor es la reelección y el mantenimiento de su estatus social y político, lo que les hace permeables a la influencia del poder. No hace falta enumerar los casos en los que los reguladores atienden a sus propios intereses en lugar del interés general. Y de ahí que sea necesaria una nueva reflexión sobre el papel de los supervisores en un mundo globalizado más allá del tópico que vincula mejor regulación con mayor número de leyes. A lo mejor con sólo avanzar en la ética sería suficiente para acabar con muchos estropicios.
“Los miembros de una sociedad en la que exista una sólida ética del trabajo tendrán más bienestar material que los de una sociedad en donde esa ética sea débil o no exista”. Así comienza un delicioso opúsculo publicado en 1995 por el Premio Nobel James M. Buchanan, en el que reflexiona sobre el papel de la ética en el progreso económico.
Buchanan, como se sabe, es el referente principal de la llamada teoría de la elección pública, que viene a ser una especie de viaje al interior de los factores que explican el funcionamiento del Estado. El economista estadounidense parte de una hipótesis para su trabajo. El funcionario público se comporta como un ser racional, y, por lógica, tenderá a sacar el máximo provecho de su cargo. Por lo tanto, hará todo lo que esté en su mano para ser reelegido, ya que está convencido de que su continuidad es la mejor garantía para el funcionamiento correcto de las cosas. Llegará, por lo tanto, al extremo de buscar primero el interés propio, y, en segundo lugar, el interés general, toda vez que éste dependerá de su propia reelección. Un caso práctico puede explicar mejor que nada esta teoría.
En la segunda mitad de 2007, antes de que la crisis de liquidez se desatara con una virulencia inusitada, la economía española dio los primeros síntomas claros de entrar en la fase descendente del ciclo económico. En particular, como consecuencia del enfriamiento del mercado inmobiliario, que durante los ocho años anteriores había sido el motor del crecimiento. Esa información era pública, y, por lo tanto, susceptible de ser interpretada en términos analíticos. Los gobernantes, sin embargo, optaron por callar esa verdad incómoda, y en su lugar hicieron ver a los ciudadanos que las cosas iban mejor de lo que sugerían los indicadores macroeconómicos adelantados. El incentivo que explica su comportamiento, en este caso, era ganar las elecciones, y eso puede explicar el error en el diagnóstico que se expuso a la opinión pública. Antepusieron, por lo tanto, su interés propio frente al interés general.
Imaginemos una situación parecida en un centro hospitalario. Un médico sabe que su paciente tiene cáncer, pero dentro del plan de productividad aparece una disposición que vincula su bonus anual al descenso en el número de cánceres diagnosticados, toda vez que eso demostraría que son eficaces los sistemas de prevención puestos en funcionamiento en el propio hospital.
El galeno, si se comporta racionalmente como un agente económico, tenderá a desdramatizar la enfermedad en los casos más inciertos, lo cual será una verdadera faena para el interesado, que estará de frente contra el cáncer cuando se observe el error. Claro está, salvo que la ética del galeno diga lo contrario. Entonces, el médico librará una batalla contra sus propios intereses, y si se mueve por criterios éticos eso le llevará a decir la verdad, aunque vaya contra su cuenta corriente.
Este esquema de pensamiento es inimaginable en el sistema político. El estímulo de la ética no aparece en el ordenamiento jurídico, probablemente porque por definición no puede estar tasada, y eso puede explicar mejor que nada determinados comportamientos de las élites políticas. La teoría de la elección pública niega que la autorregulación sea suficiente para evitar casos de abuso de poder, y de ahí que se proponga la articulación de mecanismos de fiscalización eficientes con mayor participación de los ciudadanos. En una palabra, mayor democracia. Pero también mayor ética en aras de lograr mayor progreso económico. La verdad ayuda a afrontar antes los problemas, por lo que las medicinas son más eficaces.
¿Alimenta nuestro sistema político esos dos principios? No parece que sea así. La actual crisis económica -no sólo en España- tiene mucho que ver con la ausencia de mecanismos de control, pero no sólo a través de los órganos reguladores. La experiencia más reciente ha demostrado, precisamente, que el incentivo del supervisor es la reelección y el mantenimiento de su estatus social y político, lo que les hace permeables a la influencia del poder. No hace falta enumerar los casos en los que los reguladores atienden a sus propios intereses en lugar del interés general. Y de ahí que sea necesaria una nueva reflexión sobre el papel de los supervisores en un mundo globalizado más allá del tópico que vincula mejor regulación con mayor número de leyes. A lo mejor con sólo avanzar en la ética sería suficiente para acabar con muchos estropicios.
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