viernes, 14 de agosto de 2009

LA ANOREXIA ESTATAL (II)

Una vez que todos los que desde cualquier gobierno, presente y pasado, han comprobado lo conveniente que es a sus intereses personales el reducir las competencias de la Administración General del Estado, -ya que tal reducción es proporcional a la disminución de los riesgos que ha de soportar todo gestor público que desde el desconocimiento y la mediocridad tenga que afrontarlos-, todos los que han tenido presencia en algún Consejo de Ministros han coincidido en centrifugar competencias y presupuesto.
Desde que se aprobó esta Constitución y su corrosivo título VIII se ha venido practicando desde las mas altas instancias políticas y administrativas españolas una permanente línea de comportamiento que ha conducido a esta residual “confederación de autonomías españolas”, -lo que antes denominábamos España-, a la creación y el inmediato aposentamiento de una cultura de la fragmentación política y administrativa que opuesta al antaño impresentable centralismo españolista, -mas habría que decir franquista-, ha inoculado en la ciudadanía que la dispersión de competencias públicas, la cesión de dineros y tributos a las autonomías, la perdida de la capacidad normativa que afecta a derechos individuales y colectivos básicos, y con todo ello la capacidad para interpretar leyes estatales y su aplicación territorial, es algo natural y consustancial a la democracia. Y no es así.
Se supone que cualquier gobierno nacional, sea cual sea la estructura del estado que haya de ser gobernado, federal, centralista o como es el caso español, confederal, ya que no otra cosa que un eufemismo es eso de estado autonómico, se supone que la principal razón de ser de ese gobierno es el establecer unas pautas de comportamiento social en los muy diversos aspectos que presiden la vida diaria de los ciudadanos y entidades que componen esa sociedad.
Y se supone que todo ello se habría de hacer desde el prisma que ideológicamente identifique a los que legítimamente hayan sido elegidos para acometer la gobernación de un país.Lo que no cabe como aceptable es que los gobiernos renuncien a la implantación en todo el ámbito social y territorial, por este orden, de aquellos principios que rigen la ley máxima que en los sistemas democráticos presiden su quehacer.
Así, hoy, en este estado suyo de las autonomías, la desigualdad ante las leyes es mas que evidente. No solo por el comprobado hecho de que según sea el justiciable el trato recibido es distinto, sino lo que es mucho peor, porque las propias leyes establecen explícitamente diferencias entre los derechos de unos ciudadanos de un territorio y los de otros. El caso del trato fiscal a vascos y navarros es especialmente insultante para el resto de los sujetos pasivos de este país.
Es por lo anterior que la mayor renuncia a la que han procedido los gobiernos democráticos españoles es a la obtención de la argamasa política que da solidez a un estado, sea federal o confederal, el sentimiento de pertenencia a un país de aquellos ciudadanos que se sienten tratados con igualdad y creciente justicia por el sistema que ellos mismos respaldan.
Hoy en España apenas restan ápices de ese sentimiento, y, desgraciadamente, allá donde se da, ese sentimiento de nación está impregnado del tufo totalitario que la morriña franquista le presta.
Nadie desde gobierno central alguno ha dedicado ni un minuto de nuestro tiempo,-nuestro ya que se o pagamos-, a pensar cuál ha de ser el limite final de los repartos competenciales entre los tres escalones del Estado, y lo que es más importante, qué repercusiones tienen los al parecer inacabables deseos de obesidad administrativa y presupuestaria de las comunidades autónomas.
Nadie en esos gobiernos parece haber reparado en la imposibilidad de ejercitar ni la igualdad, ni la equidad, ni tan siquiera la posibilidad ciudadana de recibir y ejercitar en igualdad de trato los derechos que la Constitución les ampara sea cual sea el lugar territorial en que se encuentre.Y como rectificar es de aprendices de sabios, rectificaré inmediatamente.
Cuando afirmo que nadie ha pensado sobre lo anterior, yerro, ya que tras poner en un plato de la balanza tales pensamientos y en el otro las conveniencias personales y de gremio, todos los gobiernos que en España han sido desde el año 78, todos se han inclinado por construirse un estado mega-cefálico en cuanto a volumen de las administraciones y de las instituciones que a los políticos cobijan, al tiempo que propiciaban un estado micro-corporal en lo que al ejercicio de los derechos de ciudadanía respecta, llevando hasta su total anulación la difusión y aplicación de los valores de libertad, igualdad y justicia que la Constitución contempla.
Es por ese coincidente proceder de los diversos gobiernos centrales que, de forma creciente y desde 1978, en España se renunció a la construcción de una nación unida y diversa, equilibrada, justa, solidaria, orgullo de todos sus nacionales y digna en el respeto de los foráneos.
Fue esa renuncia de la clase política española la que ha conseguido tanto crecimiento económico, desastrosamente repartido, cuanta corrupción institucionalizada hoy a todos nos identifica más allá de nuestras fronteras.
Pareciera que ya nada hay en común en este país. Ni las aguas, ni las costas, ni los impuestos, ni las pensiones, ni la sanidad, ni la educación, ni la legislación laboral, ni las normas que regulan aspectos tan concretos como el derecho al aborto, a la asistencia social en situación de dependencia y tantos otros ejemplos que todos sufrimos y que son los que permiten que los que debieran de gobernar vivan en el mas placido mundo de sus privilegios, mientras que el resto de los ciudadanos vemos como su egocentrismo y su premeditada omisión conducen, vía hechos, a la desaparición de una histórica nación.
En mi, supongo que, informado pesimismo, solo temo que la inercia histórica nos conduzca a soluciones tan traumáticas como las de antaño. Me temo que el péndulo histórico al que tan acostumbrado es el proceder hispánico, nos conduzca al otro extremo centrípeta tan insensato como este centrifugo que ahora nos imponen, extremos que, tanto uno como otro, impiden la democracia y anulan los derechos de ciudadanía

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