En más de una ocasión he dejado totalmente clara mi admiración por la historia, el sentir y la identidad de la sociedad francesa. Con sus luces, -muchas-, y sus sombras, -no tantas-, es, desde que en mi juventud la conocí, el paradigma de lo que una nación, un pueblo debe ser.
No caeré en las reiteradas alabanzas o en las imprecaciones que desde la más ilustrada España y desde la cutre Celtiberia se siguen lanzando hacia la revolución que impregnó al mundo de sus afanes de libertad, de igualdad y de fraternidad. Si voy a reincidir en el sentir que como pueblo tiene el francés empezando por lo negativo.
El chovinismo, el desmesurado patriotismo, el patrioterismo exacerbado, aquel para el que lo propio es incomparablemente mejor que lo forastero. Soy de los que siempre he sufrido con paciencia el chovinismo francés. Y digo con paciencia por no decir con admiración ya si no fuese por la sobredosis de droga patriótica que contiene, ¿quién puede negar que en esa misma exageración no yazga un orgullo de nación, de pueblo que une, conjunta e iguala a los diversos componentes de esa sociedad?
El centralismo. Otra de las oscuras manchas que la izquierda española ha imputado siempre a la identidad política y administrativa de Francia, sin atender a que el paso del tiempo sigue demostrando que la unicidad política y administrativa, aun pudiendo limitar algún oscuro deseo de autonomía, que mas habita en la clase política que en la ciudadanía, permite un grado de eficacia política y administrativa que jamás el estado autonómico, federal o confederal alcanzará.
No solo es más barato un estado centralista que no llegue a ser ni agobiante ni castrador, es que el estado en el que en su sociedad se pueden aplicar políticas sectoriales en igualdad de cantidad y calidad, acaba siendo un estado igualitario para todos sus ciudadanos. Y esta es la clave de la bóveda de un estado en el cual sus ciudadanos aprecien la igualdad en el trato que desde las administraciones se les otorgue.
No puede esperarse de un país y menos aun de una nación, -que no es lo mismo-, que el conjunto de sus ciudadanos se sientan unidos por intereses comunes y sentimientos compartidos cuando los estados españoles, el central, el autonómico y el local basan sus actuaciones en diferenciarse de lo que hace o dice el adversario político o el vecino regional. Es imposible.
Es imposible que un pensionista andaluz, tan en el punto de mira del futuro ataque zapaterista como lo será el pensionista aragonés, comparta con este último una supuesta rebelión contra el recorte de pensiones previsto, ya que en este guirigay autonómico español, los pensionistas andaluces, primados por su Junta, obtienen, en igualdad de condiciones, ingresos superiores a los que el aragonés de este ejemplo ingresa mensualmente.
Se puede contemplar el ejercicio del derecho ciudadano básico que se desee, sea educación, sea sanidad, sea atención a la tercera edad, sea la aplicación de la ley de dependencia, en todos ellos se incumple sistemática e irresponsablemente el mandato constitucional por el cual todos los españoles han de ser iguales ante la ley sin que pueda establecerse diferencia alguna por los poderes publicos en razón de raza, religión, pensamiento o lugar geográfico en el que se habite.
Es tan evidente la desigualdad en el ejercicio de los derechos que no solo nadie lo niega ya, es que la competencia política está orientada a profundizar las diferencias entre los derechos que otorgan unas autonomías o nacionalidades y otras, llevando la alocada puja regional a sobrepasar los límites que la permanencia de una nación puede soportar.
Así la estructura del estado y así los portavoces políticos de esta lonja autonómica, es absolutamente lógico que la sociedad española este confusa, adormecida, dividida, y en ocasiones artificialmente confrontada. Así los mensajes disgregadores, el individualismo, el aislamiento social, la despreocupación por lo colectivo, materialismo estúpido del consumismo superfluo, facilitan que aquellos que tienen claros sus objetivos, la derecha, y los practican imponiéndolos, pervivan en un paseo militar destruyendo todos los valores cívicos que habrían de iluminar a un autentico estado democrático.
De ahí mi sana envidia por lo francés. De ahí mi admiración incluso por esos gabachos que, tras votar a la derecha de Sarkozy, se lanzan a la calle en defensa de los valores que hace 221 años aportaron luz e ilusión al mundo. Valores que, ante la injusticia que la salida a la crisis plantean las derechas mundiales, hacen que los pueblos que como nación se sienten, reaccionen y defiendan la identidad de su nación.
Pero para rebelarse hay que tener alma y por aquí solo hay intereses. Hoy, como en 1808, los intereses del dinero y de la iglesia aliados con la clase política y la incultura política ciudadana nos siguen imponiendo a sucesivos “Fernandos VII”, se llamen estos Zp o Rajoy.
Malhereuxement ça n´est pas la France.
No caeré en las reiteradas alabanzas o en las imprecaciones que desde la más ilustrada España y desde la cutre Celtiberia se siguen lanzando hacia la revolución que impregnó al mundo de sus afanes de libertad, de igualdad y de fraternidad. Si voy a reincidir en el sentir que como pueblo tiene el francés empezando por lo negativo.
El chovinismo, el desmesurado patriotismo, el patrioterismo exacerbado, aquel para el que lo propio es incomparablemente mejor que lo forastero. Soy de los que siempre he sufrido con paciencia el chovinismo francés. Y digo con paciencia por no decir con admiración ya si no fuese por la sobredosis de droga patriótica que contiene, ¿quién puede negar que en esa misma exageración no yazga un orgullo de nación, de pueblo que une, conjunta e iguala a los diversos componentes de esa sociedad?
El centralismo. Otra de las oscuras manchas que la izquierda española ha imputado siempre a la identidad política y administrativa de Francia, sin atender a que el paso del tiempo sigue demostrando que la unicidad política y administrativa, aun pudiendo limitar algún oscuro deseo de autonomía, que mas habita en la clase política que en la ciudadanía, permite un grado de eficacia política y administrativa que jamás el estado autonómico, federal o confederal alcanzará.
No solo es más barato un estado centralista que no llegue a ser ni agobiante ni castrador, es que el estado en el que en su sociedad se pueden aplicar políticas sectoriales en igualdad de cantidad y calidad, acaba siendo un estado igualitario para todos sus ciudadanos. Y esta es la clave de la bóveda de un estado en el cual sus ciudadanos aprecien la igualdad en el trato que desde las administraciones se les otorgue.
No puede esperarse de un país y menos aun de una nación, -que no es lo mismo-, que el conjunto de sus ciudadanos se sientan unidos por intereses comunes y sentimientos compartidos cuando los estados españoles, el central, el autonómico y el local basan sus actuaciones en diferenciarse de lo que hace o dice el adversario político o el vecino regional. Es imposible.
Es imposible que un pensionista andaluz, tan en el punto de mira del futuro ataque zapaterista como lo será el pensionista aragonés, comparta con este último una supuesta rebelión contra el recorte de pensiones previsto, ya que en este guirigay autonómico español, los pensionistas andaluces, primados por su Junta, obtienen, en igualdad de condiciones, ingresos superiores a los que el aragonés de este ejemplo ingresa mensualmente.
Se puede contemplar el ejercicio del derecho ciudadano básico que se desee, sea educación, sea sanidad, sea atención a la tercera edad, sea la aplicación de la ley de dependencia, en todos ellos se incumple sistemática e irresponsablemente el mandato constitucional por el cual todos los españoles han de ser iguales ante la ley sin que pueda establecerse diferencia alguna por los poderes publicos en razón de raza, religión, pensamiento o lugar geográfico en el que se habite.
Es tan evidente la desigualdad en el ejercicio de los derechos que no solo nadie lo niega ya, es que la competencia política está orientada a profundizar las diferencias entre los derechos que otorgan unas autonomías o nacionalidades y otras, llevando la alocada puja regional a sobrepasar los límites que la permanencia de una nación puede soportar.
Así la estructura del estado y así los portavoces políticos de esta lonja autonómica, es absolutamente lógico que la sociedad española este confusa, adormecida, dividida, y en ocasiones artificialmente confrontada. Así los mensajes disgregadores, el individualismo, el aislamiento social, la despreocupación por lo colectivo, materialismo estúpido del consumismo superfluo, facilitan que aquellos que tienen claros sus objetivos, la derecha, y los practican imponiéndolos, pervivan en un paseo militar destruyendo todos los valores cívicos que habrían de iluminar a un autentico estado democrático.
De ahí mi sana envidia por lo francés. De ahí mi admiración incluso por esos gabachos que, tras votar a la derecha de Sarkozy, se lanzan a la calle en defensa de los valores que hace 221 años aportaron luz e ilusión al mundo. Valores que, ante la injusticia que la salida a la crisis plantean las derechas mundiales, hacen que los pueblos que como nación se sienten, reaccionen y defiendan la identidad de su nación.
Pero para rebelarse hay que tener alma y por aquí solo hay intereses. Hoy, como en 1808, los intereses del dinero y de la iglesia aliados con la clase política y la incultura política ciudadana nos siguen imponiendo a sucesivos “Fernandos VII”, se llamen estos Zp o Rajoy.
Malhereuxement ça n´est pas la France.
1 comentario:
Compañero, no puedo estar más de acuerdo contigo, pero, qué hacemos, ¿nos exiliamos a Francia o intentamos hacer algo aquí?
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