martes, 26 de abril de 2011

SEMANA DE LA MUERTE



Esto de la Semana Santa, que si en verdad lo fue, lo fue de sangre y muerte, creo que me ha hecho pensar en aquellos que se prestan a matar por un salario o lo que es peor, para solo sentirse colaboradores heroicos en la victoria de la infamia que defienden, ya que no otra cosa puede ser aquello que necesita del asesinato para implantarse en cualquier ámbito, sea religioso, político, social o económico.
Más de una vez me he preguntado cuantos de los muy conocidos políticos de la derecha de la derecha, -antes fascistas a secas-, se prestarían gustosamente a darle gusto al gatillo si las circunstancias se lo permitiesen.
Del otro lado, más de un talibán de la supuesta izquierda me ha producido miedo cuando, en las actuales circunstancias, -democracia burguesa en proceso de reducción-, ha hablado de eliminar, machacar o, en el extremo de su suavidad, ilegalizar a todo lo que no pensara u obrara como él. Y que nadie piense que estoy fabulando, que antaño, cuando aun desde dentro me resistía al zapaterismo, algún que otro fiel de esa congregación llegó a ofrecerme una “comunión facial” por el simple hecho de criticar actuaciones de la camarilla zapaterista.
Pero lo que más temor me ha causado, ha sido la simple presencia personal ante gente como Miguel Ángel Rodríguez, antiguo portavoz del primer gobierno de Aznar, Jaime Mayor Oreja, ex-ministro del insufrible hombrecillo, y de individuos como los Carlos Dávila, Eduardo García Serrano y Antonio Jiménez, todos estos azuzadores del odio nacional en los micrófonos y cámaras de la ultraderecha “aguirriana”.
Esta gente, junto a muchos otros que hoy pasan por templados políticos o ciudadanos que en democracia aparentan sentirse cómodos, mañana, si el estúpido rumbo de la política y la economía no se reorientase y derivase en enfrentamientos, pudieran ser los que, orgullosos y ufanos, comandasen pelotones de fusilamiento que, al amanecer o a cualquier hora del día, sin empacho ni remordimiento alguno, acabasen hasta con los que solo opusiesen mínimas dudas o reparos a sus dictatoriales pretensiones, ya que su fe, su cristiana y católica fe, les habilita, -ahí está la historia-, para matar en nombre de un dios que, precisamente por gente como ellos, fue matado.

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