lunes, 28 de noviembre de 2011

ADIOS ROBERTO, AMIGO.



No paro de maldecir a este Madrid descomunal, distante, en el que en cualquier sitio se está solo, este Madrid en el por cerca que se esté anímicamente de los amigos, estos, siempre están lejos. Maldito Madrid que me has impedido acompañar a mi amigo Roberto en sus últimos alientos.
Desde que ingresé en la agrupación socialista de Chamberí, en marzo del 78, coincidí con Roberto. Ni él ni yo éramos gente de fácil e inmediato acceso y más teniendo en cuenta la dedicación casi absoluta que Roberto regalaba al partido. Tardamos en intimar pero cuando lo hicimos no hicieron falta muchas palabras, nos entendíamos con facilidad, nos sobreentendíamos y coincidíamos.
Fue a raíz de lo sucedido en el 91, cuando Guerra sale del gobierno de González, cuando con Roberto comenzamos a mantener un reducido grupo de militantes unas agradables y bien alimentadas reuniones en la casa de Ceuta, reuniones que pretendían consolidar la identidad socialdemócrata, -guerrista, a decir de PRISA-, que en Madrid se había dividido, ya que el Secretario General de la FSM, Teófilo Serrano, tras haber sido respaldado para ocupar tal puesto orgánico por Guerra, Tezanos, Dorado y el resto de militantes “federales”, tomó la determinación de hacer causa común con el felipismo.
Aquello fue el germen de lo que después fue conocido como el guerrismo madrileño, ya que ese mismo movimiento sísmico partidario, provocó la ruptura entre Joaquín Leguina y Pepe Acosta, siendo este último quien terminó quedándose con el copyright del guerrismo, cierto que en sus finales, mas se le identificó como “acostismo”, dadas las muy personales maneras de dirigir el grupo con las que nos obsequiaba don José Acosta Cubero.
Fue Roberto quien, tras más de una negativa por mi parte, me convenció sobre la conveniencia de pasar a formar parte de ese guerrismo entonces ya dirigido por Acosta, guerrismo del cual debía desconfiar pues estaba interesado en saber de fines, métodos y personas que configuraban aquel grupo, hoy disperso y entregado a las diversas fuentes de colocación que en Psoe madrileño han echado raíces.
Me costó aguantar desplantes y desaires de “neo-guerristas” que me achacaban, con razón, no ser de los suyos, y puesto que el devenir político de ese grupo se orientaba casi en exclusiva a la consecución de “puestos de trabajo” no tardó mucho el poseedor de la marca en afirmar aquello de…”yo no he dado carnet de guerrista a nadie”, forma por la cual se identifica al autor tanto como fácil es discernir la distancia que con ella marcaba respecto a los que decían, de forma tan tardía como interesada, ser seguidores suyos.
De lo local a lo mundial departíamos con Roberto esperando su consejo y su orientación, sabiendo que de su experiencia se desprendería acierto y mesura. Anécdotas y sucesos más o menos chuscos acaecidos durante su larga dedicación al gobierno de la nación salpicaban las conversaciones, consiguiendo que admiración y risas adobasen disquisiciones que en muchas ocasiones derivaban en insoportables y pesadas reiteraciones.
No se recataba conmigo en hablar claro y llamar al pan, pan, y al vino, vino, y creo recordar que allá por el 92 o 93 me anticipó las causas de la derrota del 96. Desviación de los objetivos marcados y agotamiento del proyecto, errónea política de selección de personal, acercamiento a planteamientos lejanos a la identidad socialista, primacía del economicismo sobre la política, distanciamiento de la organización y de las bases del partido, etc. etc. Causas que por el año 2006, con motivo de la boda de su hija Miriam, -a quien tuve el honor de casar-, volvimos a compartir, esta vez referenciadas a lo que nos temíamos que pudiera ser la deriva del zapaterismo entonces reinante. Y no se equivocaba.
Hoy, cuando ya solo queda lamentarme por lo inevitable, me quedan dos imágenes de mi amigo Roberto a modo de escueto resumen de nuestra relación. Una, cuando tras una derrota en la agrupación me dijo, pausado, tranquilo, cual si hubiésemos ganado, “Cándido, en política nunca se acaba la lucha” y dos, en el hospital, ya desmejorado, con aporte de oxigeno y aprovechando que Margarita había salido de la habitación me espetó, -supongo que tras ver mi cara más que apesadumbrada-, “Cándido, no hay que tener miedo a la muerte, como tampoco hay que tener miedo a la vida”.
Gracias por tu amistad, gracias por tus consejos, por tu experiencia, por tu saber, por tu afabilidad. Gracias Roberto. Y gracias a la vida que me dio la oportunidad de conocer a quien de su vida hizo entrega a la causa más justa que puede haber, trabajar para que los demás vivan mejor. Hasta siempre, Robert.

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