Mas allá del formalismo de las periódicas elecciones libres, de la existencia de partidos políticos que debieran representar diversas opciones ideológicas y de una estructura de Estado abierto a la participación y control por los representantes de los ciudadanos, si algo caracteriza a una democracia es el juego diario, permanente, que gobierno y oposición han de mantener dentro del conveniente equilibrio que habría de imponer la razón y el interés general.
En la España de hoy se dan todas las condiciones para, inicialmente, tildar de democracia al sistema político que nos dimos, todas menos una que puede provocar el derrumbe del conjunto. La única condición que no se cumple y que es imprescindible para la fortaleza del armazón democrático español es la del obligado control parlamentario que toda oposición ha de realizar, y que con su falta también está ausente del sistema la rendición de cuentas de quienes gestionan la administración pública y con ello, la transparencia política, administrativa y económica, brilla por su ausencia.
Dos son las razones que, a mi entender, impiden el control de la actividad gubernativa, la total coincidencia que en todos los aspectos de índole económica mantienen PSOE y PP, y la dedicación plena que este ultimo partido está prestando a la enmarañada situación jurídica y de imagen publica que les afecta.
Cuando en una situación de crisis económica y social, -mas de cuatro millones de parados-, los dos principales partidos políticos comparten una misma visión del papel que en la economía nacional ha de jugar el Estado y ambos consideran que el gasto publico y la fiscalidad han de estar al servicio de los poderosos de siempre, -a los que tanto unos como otros representan, si bien unos abiertamente y otros de forma más vergonzante pero no menos eficaz-, poca acción opositora cabe esperar en ese campo que es precisamente el que condiciona la vida del resto de los ciudadanos.
Si a lo anterior se añade la parálisis política, el vivir en un ¡ay! que judicialmente oprime al Partido de la oposición, tenemos, así las cosas, un desolador panorama democrático en el cual ambos “partenaires” ejercen su labor no allá donde debieran, el parlamento, sino en los medios de comunicación, que así se han convertido en inductores, cuando no actores directos, de la acción, -quizás fuese más acertado decir de la omisión-, política española.
Y cuando tal ausencia democrática se da, y cuando tal tergiversación de roles se efectúa, todo puede aparentar cumplir con los básicos requisitos del sistema, pero la realidad, si se quiere ver, demuestra que no es así.
Basta con echar un vistazo a la otra institucion basica del Estado que según la Constitución son los garantes últimos del cumplimiento de las leyes, los tribunales. Los ordinarios, colapsados, con lo que los ciudadanos no hallan justicia, los específicos, condicionados por los poderes políticos, véase el caso del Estatut en el Constitucional, y los administrativos, autistas ante sus obligaciones, cual es el caso de los diversos Tribunales de Cuentas que permiten, vía hechos, las más irregulares situaciones de los centros de gasto publico respecto a los dineros de todos.
Por lo anterior se puede afirmar que el ejecutivo, ejecuta, pero no es controlado por el legislativo, ya que la oposición real no existe y contando con un poder judicial tan mediatizado por los anteriores, hemos llegado al sorprendente absurdo democrático haberle enmendado la plana a Montesquieu, sin por ello romper con su clásica división de poderes.
Esta situación provoca, por estas u otras razones, argumentadas o solo percibidas por la ciudadanía, que lo público, que la antigua nobleza del trabajo político, que la identidad nacional e internacional de España, que los valores que un sistema democrático real y diariamente legitimado por su acción, sean utopías cada día mas lejanas para el común de los ciudadanos, que ven como los que debieran dar ejemplo en su defensa y extensión solo actúan por tan pequeños como indecentes intereses de grupo.
Y cuando los ciudadanos están lejanos a un sistema aparentemente democrático es que a ese sistema solo le queda su arrugada y coriácea piel, ya que su corazón, los propios ciudadanos, ese degenerado sistema cada vez los va distanciando más de si mismo.
En estas situaciones, y ante tal degeneración, ante la ausencia de valores comunes, es cuando surgen los que saben perfectamente como solucionar los problemas sin contar con nadie. Es cuando se aposentan en altas tribunas los oráculos de si mismos que voceando soluciones sin cuento venden cuentos que nada solucionan.
Es entonces cuando los ciudadanos solo habrían de repasar la historia, su propia historia, para retomar valores, anhelos y formulas históricamente recientes que les encaminen de nuevo a ser los protagonistas de su destino individual y colectivo.
En tanto no se recupere la integridad del sistema democrático, el destino colectivo de esta vieja nación estará abocado a la fragmentación nacionalista, a la desaparición del sentimiento de pertenencia a una nación única y unida, tan plural como se quiera, pero con un proyecto colectivo social, económico, solidario y justo que ante el resto del mundo la identifique, y así su respeto logre.
Pero que nadie se engañe, no estamos en ese camino.
En la España de hoy se dan todas las condiciones para, inicialmente, tildar de democracia al sistema político que nos dimos, todas menos una que puede provocar el derrumbe del conjunto. La única condición que no se cumple y que es imprescindible para la fortaleza del armazón democrático español es la del obligado control parlamentario que toda oposición ha de realizar, y que con su falta también está ausente del sistema la rendición de cuentas de quienes gestionan la administración pública y con ello, la transparencia política, administrativa y económica, brilla por su ausencia.
Dos son las razones que, a mi entender, impiden el control de la actividad gubernativa, la total coincidencia que en todos los aspectos de índole económica mantienen PSOE y PP, y la dedicación plena que este ultimo partido está prestando a la enmarañada situación jurídica y de imagen publica que les afecta.
Cuando en una situación de crisis económica y social, -mas de cuatro millones de parados-, los dos principales partidos políticos comparten una misma visión del papel que en la economía nacional ha de jugar el Estado y ambos consideran que el gasto publico y la fiscalidad han de estar al servicio de los poderosos de siempre, -a los que tanto unos como otros representan, si bien unos abiertamente y otros de forma más vergonzante pero no menos eficaz-, poca acción opositora cabe esperar en ese campo que es precisamente el que condiciona la vida del resto de los ciudadanos.
Si a lo anterior se añade la parálisis política, el vivir en un ¡ay! que judicialmente oprime al Partido de la oposición, tenemos, así las cosas, un desolador panorama democrático en el cual ambos “partenaires” ejercen su labor no allá donde debieran, el parlamento, sino en los medios de comunicación, que así se han convertido en inductores, cuando no actores directos, de la acción, -quizás fuese más acertado decir de la omisión-, política española.
Y cuando tal ausencia democrática se da, y cuando tal tergiversación de roles se efectúa, todo puede aparentar cumplir con los básicos requisitos del sistema, pero la realidad, si se quiere ver, demuestra que no es así.
Basta con echar un vistazo a la otra institucion basica del Estado que según la Constitución son los garantes últimos del cumplimiento de las leyes, los tribunales. Los ordinarios, colapsados, con lo que los ciudadanos no hallan justicia, los específicos, condicionados por los poderes políticos, véase el caso del Estatut en el Constitucional, y los administrativos, autistas ante sus obligaciones, cual es el caso de los diversos Tribunales de Cuentas que permiten, vía hechos, las más irregulares situaciones de los centros de gasto publico respecto a los dineros de todos.
Por lo anterior se puede afirmar que el ejecutivo, ejecuta, pero no es controlado por el legislativo, ya que la oposición real no existe y contando con un poder judicial tan mediatizado por los anteriores, hemos llegado al sorprendente absurdo democrático haberle enmendado la plana a Montesquieu, sin por ello romper con su clásica división de poderes.
Esta situación provoca, por estas u otras razones, argumentadas o solo percibidas por la ciudadanía, que lo público, que la antigua nobleza del trabajo político, que la identidad nacional e internacional de España, que los valores que un sistema democrático real y diariamente legitimado por su acción, sean utopías cada día mas lejanas para el común de los ciudadanos, que ven como los que debieran dar ejemplo en su defensa y extensión solo actúan por tan pequeños como indecentes intereses de grupo.
Y cuando los ciudadanos están lejanos a un sistema aparentemente democrático es que a ese sistema solo le queda su arrugada y coriácea piel, ya que su corazón, los propios ciudadanos, ese degenerado sistema cada vez los va distanciando más de si mismo.
En estas situaciones, y ante tal degeneración, ante la ausencia de valores comunes, es cuando surgen los que saben perfectamente como solucionar los problemas sin contar con nadie. Es cuando se aposentan en altas tribunas los oráculos de si mismos que voceando soluciones sin cuento venden cuentos que nada solucionan.
Es entonces cuando los ciudadanos solo habrían de repasar la historia, su propia historia, para retomar valores, anhelos y formulas históricamente recientes que les encaminen de nuevo a ser los protagonistas de su destino individual y colectivo.
En tanto no se recupere la integridad del sistema democrático, el destino colectivo de esta vieja nación estará abocado a la fragmentación nacionalista, a la desaparición del sentimiento de pertenencia a una nación única y unida, tan plural como se quiera, pero con un proyecto colectivo social, económico, solidario y justo que ante el resto del mundo la identifique, y así su respeto logre.
Pero que nadie se engañe, no estamos en ese camino.
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